domingo, 27 de septiembre de 2015

El sofá que me transporta.

Miro al mi alrededor, la habitación continúa intacta. Nadie ha movido un solo mueble de sitio y tampoco parece que haya entrado nadie, dado que el suelo está lleno de polvo y no se diferencia ninguna huella. Avanzo despacio, noto que los pies me pesan, como si tuviese algo atado al pie que tirara de mí hacia abajo. Me fuerzo a seguir andando y recorro el pasillo.  Paso por delante del espejo colgado en la parte superior de la pared del salón, y me veo reflejada entre las miles de telarañas que se han tejido, cómo si los arácnidos también se diesen cuenta de que la casa finalmente necesita nuevo dueño. Me quedo allí parada durante un segundo, intentando descubrir el por qué. ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué me dejaste?
No hay respuesta, el pelo enmarañado me cubre gran parte de la cara, mi camiseta vieja cae hasta llegar a mis rodillas, mis ojeras desentonan demasiado con el tono de mi piel; cualquiera que me viese pensaría que acabo de escaparme del manicomio más cercano de la ciudad, y casi habrían acertado.  Aparto casi con vergüenza la mirada del espejo y continúo mi camino. Podría ir con los ojos cerrados. Cuatro pasos al frente, giro a la derecha y seis pasos más,  mi piernas flaquean y más de una vez estoy a punto de caer de boca contra el suelo, esta vez giro a la izquierda, y tras dos pasos más mi nariz casi toca la puerta.

Me quedo de pie durante unos instantes, dudando entre entrar, o salir como pueda de aquella casa que me trae tantos recuerdos de ti, que aun después de este tiempo huele a ti, a esa colonia que tanto me gusta, esa que te ponías cada fin de semana. Recuerdo que cuando pasábamos esas tardes juntas y tú te quedabas dormida en el sofá, porque tu cuerpo ya no aguantaba tanto como solía hacerlo, iba sigilosamente hacía tu cuarto y cogiendo el tarrito entre mis manos perfumaba toda la habitación, me sentaba en tu cama y te notaba tan cerca de mí… Como si ese olor nos uniese, como si él me atara a ti.

Cojo con decisión el pomo y lo giro. La puerta cede al segundo y me veo una vez más en esa habitación. Los ojos me escuecen, y no creo que sea por culpa del polvo. Sorbo la nariz y doy pasos torpes hasta pararme justo enfrente de él, del gran tesoro de esta casa. El sofá ya esta un poco destrozado y la capa de moho no ayuda a darle un mejor aspecto, los muelles sobresalen tímidos por los lados y hay partes donde el forro ya ha empezado a desprenderse. Sin embargo yo lo veo tan deslumbrante como siempre.

Me acerco a él con inseguridad, la fuerza que tira de mi es cada vez mayor y cuando apenas me faltan dos pasos para alcanzarlo me desplomo. El eco recorre toda la casa, los huesos me duelen, el corazón cada vez me palpita más rápido, aunque mi ritmo cardiaco aún se puede considerar normal.
Me levanto con dificultad y por fin caigo rendida en el sofá, que me envuelve y noto como poco a poco la fuerza que tira de mí se esfuma.
Cierro los ojos, respiro, e intento acallar los recuerdos que me inundan la mente, pero es imposible.
Cuando los abro casi puedo verlos a todos, a todos ellos. Mi madre abrazada a mi padre en la hamaca que yo me empeñé en colgar, mi hermana les mira y luego su mirada se cruza con la mía, me sonríe y  continúa jugando con sus muñecas. Parece como si todo volviese a la normalidad. El aire es fresco y lo único que se oye es la brisa del viento moviendo las campanas de la terraza. Pero falta algo.
Apareces por la puerta, sentada en tu silla de ruedas, cargada por una bandeja llena de tazas de chocolate caliente. Mi hermana deja enseguida lo que está haciendo y corre hacía ti ilusionada mientras no para de gritar:
—¡Abuela, yo primera! ¡Yo primera!
Tú ríes y sonrío. Cierro los ojos y me concentro en el sonido de tu voz, porque es lo último que quiero recordar, porque es el último sonido que quiero oír antes de irme.
Cuando los abro todos habéis desaparecido. Apoyo todo mi peso contra el respaldo del sofá y suspiro. Lo que daría por que esta estúpida enfermedad no existiera. Habéis sido todos tan fuertes, y yo en cambio me siento tan débil... Me fundo con vuestra presencia, noto la fortaleza de los que ya no estáis y me envuelvo en ella.
De repente me encuentro llorando, mis llantos se convierten en jadeos y mi pulsera médica empieza a pitar. Los médicos me lo advirtieron pero no aguantaba un día más entre esas cuatro paredes blancas. La enfermedad de Huntington lleva atormentando a mi familia desde hace años, yo ya sé lo que conlleva. Todos los recuerdos que tengo, desde que mi madre me contó la verdad sobre esa enfermedad, son más claros.
Mi madre mirando de esa manera a mi padre, esa mueca jamás la olvidaré. Como nos miraba a todos como si no supiese quienes éramos, en realidad no lo hacía pero yo eso aún no lo sabía. Luego fue mi hermana... ella sólo tenía 15 años.

Primero tú, luego mamá, luego mi querida Sara y finalmente la pena también se llevó a mi padre. Yo no podía irme sin deciros que hoy nos veremos, que por fin volveremos a estar juntos.
Miro la pulsera y observo mi ritmo cardiaco, es el momento.
Cierro los ojos y una sonrisa asoma por mis labios.
—Esperadme, hoy volaré con vosotros.
Finalmente la última lágrima cae sobre mi regazo y el tiempo parece detenerse.

-Marta

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